viernes, 21 de marzo de 2008

primeras páginas escritas, con los agregados de mis vacaciones en córdoba

La tierra arde y en su fuego nacen los pájaros grises, se sienten niñas al salir de su centro asignándole a cada nube un durazno sin piel. El llanto del aire moja los pies de los mendigos “yo les voy a dar mis ojos dorados” pienso, y me quito las manos y las dejo ascender. Yo dejo quitarme aquello que no es mío, aquello que prolifera en mí como la carne. Mis manos son senderos oscuros, “ya les voy a dar mi lengua” digo, y me alejo de ellos. Arden los árboles, se vuelven sísmicos, a los lados de las plazas. Arden por fuera de los signos. La tarde estalla por todos lados como en un desgarramiento. La gente huye a los cafés. Todo lo humano del hombre se intercambia con las miasmas de los automóviles y los carteles de las publicidades. Yo estoy en uno de esos cafés bebiendo una cerveza en un choop que al mirarlo atentamente parece elevarse de la mesa. El choop también arde y se incendia entre mis manos. “está cambiando”. Luego, bebo de un solo trago lo poco que aún queda de alcohol en mi vaso, y me voy. Camino hacia la boca del subterráneo por la calle Florida, hay edificios que emergen como senos ansiosos listos para ser besados, tienen las terrazas encendidas de piedras preciosas. Camino suavemente, me dejo perforar por los semáforos, “porqué el rojo detiene el movimiento de los cuerpos”, me uno a los taxistas, los veo confundirse con las lamparillas de los comercios, los veo nacer y perderse en el vientre de las muchachas. En la ciudad los cuerpos son blandos. La anciana que alimenta palomas en plaza de mayo, cada mañana vuela con ellas a la catedral y se aparea en la cúpula con un macho azul, luego desciende y vuelve a su pensión como si nada. Los cuerpos se despliegan ante la enormidad de la ciudad. Los cuerpos arden en las oficinas y se mezclan y se ondulan igual que un mar de arena. No se puede distinguir al hombre de su entorno. El hombre no es todavía, o ya fue.
Cruzo la primera avenida que me separa de la entrada al subterráneo, miro hacia atrás hay algunas moscas que se detienen sobre los tachos de basura “son felices comiendo mierda”. Después bajo las escaleras, unos niños me sonríen, les doy algunas monedas de diez centavos y me dan las gracias. Hace calor aquí abajo, los vagones se disuelven, se manchan de una luz oscura, es la insolación capturada, es la noche ocupada por el sueño de la máquina. Miro a ambos lados del andén, el andén es angosto, me recuerda que no soy tan pequeño. El andén dibuja una línea amarilla que me separa de la muerte, y la muerte es tan cruel como el amor. Pronto, a la derecha se marcará la silueta del primer coche. Antes de que él se acerque, imaginariamente me lanzo a las vías y veo mi sangre y mi sangre se desprende de mis venas y se expande simultáneamente a lo largo del suelo, yo soy el suelo ahora postrado sobre mi mismo, horizontalmente con mi lengua fuera de mi boca, fuera de todo lugar posible. Siempre tengo la sensación de que esta idea algún día me hará volar hasta la desaparición. Sin embargo no estoy allí retorcido bajo el hierro de los vagones con ese cuerpo que tengo presente bajo la forma de una imagen fractal, sino con este otro cuerpo que se encuentra a la espera del subte y al que accedo minutos mas tarde azotado por un terrible calor. Debajo de mi brazo, llevo un libro de Tolstoi, “la muerte de Ivan Ilich”, leo página tras página y es como si todas pasaran delante de mi sin que pueda fijar la atención sobre ellas, mi atención está atormentada por un pensamiento sin rumbo. No obstante, de a ratos me concentro y vuelvo las páginas hacia atrás para retomar el hilo del relato. Tolstoi me penetra sin que me de cuenta efectivamente del hecho de su existencia, me abre sus hojas y yo las veo hablarle a alguien que no soy yo pero que lleva mi nombre. Miro hacia el techo, hacia las ventanillas teñidas por la opacidad de pequeñas lamparitas, esas luces están frías y no tienen nada por mostrar, solo mis cejas. Son las seis de la tarde. Con un gesto de incomodidad busco un lugar para sentarme, pero los asientos están siempre ocupados de misterio. En cambio el suelo es imposible y vacío, el suelo es un lugar sin sitio y sin objeto. Me desplomo inmediatamente allí, y separándome de los anuncios de gaseosas que parecen venir de un cielo impuro, vuelvo a despertar a Tolstoi de entre mis manos. Quiero leer a Tolstoi por fuera de todo pensamiento, por fuera de todo aquello que me separe de él, pero estoy metido en el cuerpo del mundo, y el mundo habla en mí del mismo modo en que lo hace la ciudad. Esta ciudad me ocupa las venas, porque las calles se licuan en la interioridad de mis ojos, se licua el perro solar en este mes de noviembre, se licuan las semillas del ombú y los mirlos, y la máquina me abre el pecho y me bebe el cuervo de los pezones. Esta ciudad me llena de objetos que también se hacen ríos enteros de tiempo, ríos largos de trenes y linyeras y basura y luces. Por todas partes esta ciudad no tiene lugar. Miro nuevamente hacia el techo. Hay algunos pasajeros que vuelan como pájaros. Yo simplemente me pongo de pie y le beso la mejilla a una chiquita que hace malabares. Se me caen las lágrimas.
El subte se ha movido solo dos estaciones, y siento haber permanecido toda una tarde en él. Estoy vomitando palabras aunque en verdad es la ciudad que está vomitando sobre mí y yo solo soy una cosa azul.
Me aburro de leer. El calor me quita la voz. Me subo las mangas de mi camisa a cuadros para despejar el sudor de mis brazos, pero sorprendido por una discusión entre pasajeros me sobresalto. Rápidamente compruebo que es un grupo de artistas callejeros que simulan una situación teatral y entonces me sonrío secretamente. Ella también sonríe y me mira. Ella no sé quien es. Me pregunto si no será el ardor de la ciudad. Me sale decir “Te extraño como si no te hubiera conocido” y lo afirmo con un movimiento leve de los labios pero contundentemente, ella me contesta “soy Ana”. Ana no es un nombre. Ana tiene unos dientes color diamante y el pelo desprolijamente atado en una hebilla y en la espalda cuelga lo que aparenta ser una guitarra que luego es solo una funda vacía que se desmorona. “que lees” me pregunta, y le muestro la tapa del libro de Tolstoi señalándola con un dedo y explicándole a la vez, que busco algo en el realismo ruso, talvez cierta crítica social que desconozco en los nuevos escritores. Le comento que hace unos meses publiqué un libro que inmediatamente saco de mi morral para ofrecérselo y que bien podría destruirlo si quisiera, no porque no sea de mi agrado, sino más bien porque todo lo que existe y puede ser nombrado no merece estar mucho tiempo entre nosotros. A pesar de esto, Ana lo hojea suavemente acariciándolo. Le recuerdo a un escritor que vende libros en la Plaza Serrano, un tal Guillermo que me inquieta solo por tener nombre de rey.
El subterráneo está vacío, pero ambos seguimos parados uno frente al otro. Ella tiene la mirada de una cebra. Voy a llegar a la estación Palermo, estoy por bajar, pero ciertamente me quedaría inmóvil en ella. Me detiene un lunar grabado en sus pómulos. Ese lunar no es un clavel mordiendo su piel pero es flor. Entonces no bajo en Palermo y la acompaño unas estaciones más. Ana toca la guitarra sin las manos, lo hace solo con la mente. “Mi mente es deseo” me susurra. Rápido llegamos a una estación que no se bien cual es, subo por una escalera mecánica hasta que se termina inevitablemente y le paso mi correo electrónico, Ana lo anota en la primera página del libro que acabo de obsequiarle y nos besamos la frente para despedirnos.


Ana juega con sus uñas, cree que son espejos del cuerpo. Ana se desnuda por las tardes en el parque las heras y bebe del agua de los zanjones donde retozan los gorriones. A veces si nadie la esta viendo se agarra los muslos tirada en el pasto, y luego se cubre los labios con hojas de roble. A ella le encantan las hojas de roble, dice que tienen el aroma de los pianos al tocar jazz.
Cada mañana se levanta y come galletitas dulces y toma el té, besa su guitarra con la lengua imitando movimientos de serpientes, y su guitarra suena y se desarma en un sillón arborescente. Ana pasa mucho tiempo en el sillón. Hay algunos días en que no teniendo nada por hacer, cuenta los filamentos de cada hoja dibujada sobre el paño que lo cubre, y permanece largas horas boca abajo en una misma posición, usando la indicación de sus dedos para orientarse en las imágenes tatuadas en la tela y perdiéndose hasta recomenzar con la cuenta nuevamente. En otras circunstancias arrastra el sillón a la vereda y se acuesta sobre sus brazos y duerme o simplemente cierra los párpados y murmura y lame hacia el aire. En ese sillón Ana coge con el alba. Ana es pura.
Más tarde sale a caminar bajo la lluvia se deja mojar los pechos para llenarlos de rosas y se apoya en las paredes de Palermo y las siente sombrías y las huele al igual que lo haría con un naranjo o una ruda, pero esas paredes le roban el cuerpo porque ella es arena, y la arena es infinita y libre.
Palermo es bestial. Sus construcciones se yerguen como selvas, se montan sobre un helecho-máquina que no cesa de procrear, sobre balcones y patios de hoteles donde abunda el fuego de la luna y la sombra de gatos perdidos.
Hace meses camino por estas calles y tomo café en ciertos bares de la zona. Aquí vengo a pensar. Tengo mis libros, pero los dejo a un costado de la mesa mientras construyo maquetas con el papel de las servilletas. Armo barquitos a los que les hago surgir el humo de las chimeneas con puchos robados de las mesas contiguas y les pongo nombres de pintores surrealistas. A veces para evitar dormirme, tomo algunos escarbadientes y me los clavo debajo de las uñas para luego iluminar mi taza con sangre y tener la sensación de estar vivo y existir. Bebo algo hasta la madrugada, hasta que cae la leche del cielo o las hojas del sauce animal me explotan en las sienes y camino de regreso hacia la estación de Retiro a la hora en que los trenes simplemente esperan inmóviles al sol. Un sol indesignable. Un sol de perro huérfano en el furgón del ferrocarril San Martín mordiendo los huesos de una torcaza ahorcada por un cartonero.
Siempre la calle y los libros y los semáforos excitados por el color de la noche y la ciudad que no existe, y yo que me muerdo la parte interna de los labios y le beso a Ana la ausencia y me escapo. Sangre en el aire y en la pradera del tiempo. Este tren vuela como un cardenal. Es el ave de un palmar oculto o de una villa tallada en plásticos rojos donde mi cráneo se descompone como una gema brillante. Ana duerme el sueño de un felino.


Por la ventana el amanecer asoma un leopardo de lunares verdes que muge mi nombre.
Desgraciadamente despierto cuando el reloj logra ponerme de pie. Es temprano y solo veo una cortina azul que opaca la luz del día. Apenas me sacudo el cabello me toco los pómulos. Me detengo en ellos con el tacto, “ahí están permanentemente, no han cambiado desde ayer”. Nada ha cambiado desde ayer. Igual me incomoda, una sensación de camuflaje, un espesor ajeno que me corroe, un abultamiento o una agregación inmaterial, un excedente que huye de mi, algo que se presenta sin presencia del mismo modo en que una cosa puede remitir a otra indefiniblemente sin que allí donde ésta se aloje sea propiamente un lugar. Me pesan las piernas. Mejor es no estar. No estar en ningún lado.
Lamentablemente un vaso de gaseosa en la mesa de la cocina me indica que debo comenzar un nuevo día, llegar a ese trabajo de mierda con gente que parece no comprender que lo que hace no sirve para nada, y mirar la pantalla del monitor y teclear mi nombre en mayúsculas; teclear la ausencia de un pensamiento agotado y perecer. Quiero salir de mi casa a dormitar en las ramas de un teclado verde, y mi oficina tiene huecos de humo y liebres negras insuflándome en los ojos lágrimas de pez espada. Tengo la representación mental de mi escritorio sumergido en una tempestad de hojas muertas. Son mis ojos mirando hacia adentro, hacia el agua de mi ombligo. Otra vez mis ojos, y la oficina y las cucarachas tras la estrella blanca que asoma en mi vientre. Otra vez el cielo que me quita las pestañas. Voy a salir de mi casa hacia el tren. Repito una y otra vez “el trabajo es mentira, el cuerpo es mentira”, repito imparablemente, “el trabajo es mentira, el cuerpo es mentira”, lo repito casi compulsivamente, y salgo definitivamente de mi casa para volver a la carne del tren.
Viajo sentado en el primer furgón, un vagón antes de la locomotora. A mi lado los floristas fuman porro y toman alcohol de una botella plástica cortada por la mitad. Le hago señas a uno de ellos y le pido un trago. Por la garganta un cuchillo en llamas me abre el cuello. Estoy cansado. Me recuesto sobre las bicicletas que los viajantes suelen arrinconar en las paredes y dejo caer mis párpados levemente hasta que quedan cerrados. Medio dormido, trato de leer a Pizarnik y pienso en Ana. La llevo metida en el iris. La llevo en el mármol de mi glande. Antes de bajarme, en el humo que flota en el aire, trazo las líneas de un poema que no escribo.

pez solar de los trópicos del hombre
pez color de mar vuelto hacia el aire como un pájaro
pez de río inverso en praderas inversas


Soplo en el vaho aéreo las cenizas suspendidas manchando invisiblemente la cara de un vendedor ambulante, y borro el poema no narrado con la misma fuerza en que oprimo los senos de un zorzal.

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